Juega hipnotizada como una niña pequeña entre sus brazos, con la esquina de su boca, con algún pelo de su barba... dibuja círculos con el dedo alrededor de ese lunar que la vuelve loca.
Entrecierra los ojos, entreabre la boca y deja entrar su lengua enérgica. La invita pasar, y danza dentro suyo... libera el último gemido y sale a su encuentro. Comienza la lucha de poder entre los músculos del sabor. Se chupan y muerden. Se lamen los labios. Se mojan los campos, hasta que caen exhaustos los párpados. Y entra en trance, aún temblando. Con la respiración entrecortada.
Y tiene ese sueño reiterativo; Aquella historia del centauro enamorado. Mitad hombre, mitad caballo. Que en la penumbra, penetra con sigilo y delicadeza en el bosque sagrado, bajo el aire espeso de la húmeda noche. Avanza calmo, acariciando a cada paso, con la yema de sus dedos la pulpa de las hojas, relieves y surcos de los troncos. Con los ojos cerrados, guiado por su instinto se abre paso... lento. Muy lento, centímetro a centímetro se va metiendo. Entre los tupidos arbustos. Se detiene en valle a descansar un rato y respirar el profundo aire denso de esa naturaleza salvaje y pura, para después continuar. Sigue el trayecto del agua, río abajo, el surco que da vida a toda la vegetación del fondo y quién sabe a cuántas criaturas y bestias ocultas. Y hasta allí prolonga su andar. Hasta el frondoso matorral de lo bajo. Sediento, sudado, busca el néctar de la preciada flor. Estira sus manos. y hurga, flota. Agudiza el tacto. Acaricia y abre los pétalos con docilidad. Los siente suaves. Los dedos le resbalan por el agua que los recubre. Decidido, hunde su lengua vivaz en lo más hondo del polen lujurioso. Disfruta el instante, hasta que el llamado del bosque lo alerta. Un grito, un gemido desesperado que le tensa los músculos, se le ponen erectos. Se le paran los pelos desde el bulbo y la aguja de su brújula se pone recta indicando una dirección. Se mueve, cobra vida, vacila... hasta que se para, vibrante y pulsátil apuntando el destino. El centauro toma envión y avanza, adentro, cada vez más adentro en la intensa flora. Galopa, monta cada vez más rápido. Todo su cuerpo se pone duro; los músculos se hinchan, las venas azules, las piernas fuertes, los brazos firmes, la pelvis brava y caliente por el roce se mece a la velocidad de la locura. Arde el cuerpo de fiebre, tiembla. Las gotas de sudor caen por su espalda hacia el abismo. La boca seca busca con desesperación el líquido bendito que calme su sed, sin encontrarlo. Pero el cansancio no lo detiene. Suspira, gime, sin aliento prosigue. Los pies en el aire, siempre adelante hacia el epicentro de la oscuridad. El cuerpo se fatiga, pero ya no lo domina. Solo, se mueve hacia adelante, adentro, con fuerza y rapidez, hasta meterlo todo. Hasta el fondo. Hasta meterse entero y que no quede nada de él afuera. Ahí, ahí... lo encuentra... sí... cuando estaba perdiendo, oh, el vigor. Lo halla en el interior; la fuente de vida, la recompensa. El agua bendita que emana desde la tierra fértil. Enloquece de felicidad. Brama, grita, triunfa, se arquea... se saca el cansancio de encima en un movimiento contorsionado y con un último rugido derrama sobre el lago su magia blanca acumulada.
El claro de luna reflejado sobre el agua contrasta con la noche oscura... aunque el cielo estaba llorando.