Alegre porque el final feliz no la había desilusionado, cerró el libro, aunque no terminó de despertar del todo. Giró sobre el césped verde y miró el cielo que extrañamente en ese momento era rosa. Ese color hermoso que aparece cuando lucha la tormenta contra el sol durante el anochecer.
-La revolución es este cielo abierto- dijo risueña
El sorbió el mate de un saque. Tenía la mirada gris, geométrica, calculadora. Suspiró. -¿La qué?
-La revolución- repitió ella volviéndose para mirarlo a los ojos.
-Ay Justina, dejate de joder, eso no existe. Es un cuento que inventaron para los pibitos.
-Sí que existe, aunque todavía no.
-No existe realmente, existe como concepto- ella lo miró fijo- A ver, ¿qué es para vos la revolución?
-La revolución empieza por uno- dijo indecisa.
-La revolución son los huevos- se reincorporó y dejó sus apuntes a un lado.
Justina suspiró y puso cara de fastido- ¡qué fino!
El se sentó a su lado muy cerca, hasta que sus labios quedaron a escasos centímetros y esas falta de oxígeno o el rubor en algún otro lado del cuerpo la hizo marear. Facundo le agarró suavemente los cabellos negros ondulados, penetrandola sus ojos grises juguetones y pícaros. La tumbó sobre el suelo, y la acorraló entre sus extremidades. Se sentía ebria a pesar de haber tomado mates toda la tarde. Cerró los ojos y lo último que vio fue el cielo rosa. Sus labios se encontraron sin prisa suavemente, dejando un recorrido que iba desde su cuello a la vertiente anhelada. Sus lenguas se chocaron ansiosas y danzaron y recorrieron lugares profundos. Sentía el cuerpo de él tieso, rígido, ardiente. Sus manos suaves, su boca sedienta, los gemidos audibles.
Ella sentía su cuerpo rojo, cliente, temblar. Creía que en cualquier momento sus venas iban a estallar. Justo en ese instante, Facundo se alejó y se colocó su lado, ella abrió los ojos y lo primero que vio fue el cielo rosa. Giró a un costado y lo vio con la respiración agitada sonreír.
-Hacer el amor es un acto revolucionario