El ventanal era grande, de esos que me gustan a mí, porque dejan pasar con libertad la luz del día. Yo estaba en el aula, haciendo algunos ejercicios, sóla, cuando apareció Andrés a decirme que vaya con ellos a la capilla.
Éramos él y yo entrando. Y no supe qué hacer. Si seguir caminando, persignarme o agacharme. Creo que no hice nada, lo miré a Andrés acercarse a una de esas sillas enormes, incómodas de madera y lo seguí.
Yo miraba a mis costados, las figuras, eran realmente divinas. Las vitrinas, y la cúpula en lo alto, un trabajo maravilloso que no podía dejar de pispear porque la educación insistía con que prestara más atención al orador. Todo me asombraba, el patter, sus túnicas, su caminar rítmico balanceando aquel instrumento que desprendía los aromas que se le insinuaban a mi asma. Los creyentes, que por primera vez en mi vida veía hacerse la señal de la cruz tres veces seguidas y de una manera especial. Y Andrés. Andrés al lado mío, ese ser celestial. Con los cabellos dorados, los ojos cristalinos parecían salirse de las órbitas de aquella cara redondita, con la piel blanca. Blanca al extremo de la palidez. Su pancita grandota y su sonrisa, una de las más lindas que vi en mi vida. Por aquellos años, Andrés debía tener unos cinco años. Me acuerdo que ese día, mientras todos escuchaban respetuosos al patter, el jugaba con un cochecito sobre las sillas. Y yo lo miraba. El tenía mi atención, porque o nadie se había dado cuenta o yo era la última en enterarme, que ese nene, era un ser de luz. Brillaba solito.
Mientras deslizaba las rueditas sobre la madera barnizada cantada ensimismado: “Si usted tiene muchas ganas de aplaudir” ¡Plaf, plaf! “Si usted tiene muchas ganas de aplaudir” ¡Plaf, plaf! “Si usted tiene la razón y no hay oposición no se quede con las ganas de aplaudir”.
Katina lo chisteó varias veces pero él nunca respondió. No sé si no la escuchaba o no quería, pero el tenía muchas ganas de aplaudir.
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