Describirte sería imperdonable. Mortal y divino.
Sin embargo... está incorporado en mí como un reflejo natural. Por más que me resista... ya lo estoy haciendo.
Descubrirte; retirar retazos de tu piel.
Sería una estupidez armar oraciones bonitas con esto que me pasa. La misma desconfianza que producen las teorías coherentes y exactas.
Es decir... hay sentimientos profundos que uno no puede olvidar. Lo que sí olvida es cómo surgieron, de qué forma, cuándo y por qué. El recuadro, el contexto, el marco. Entonces empieza a ponerse en marcha esa maquinaria que hay dentro del cráneo para no olvidar. Recrea el momento, en base al sentimiento. Y con el tiempo, se recuerdan pequeños instantes del recuerdo que uno cree recordar. Y lo más lindo, es que el comienzo, fue, el comienzo. Exactamente todo lo que sigue al instante primero. Espontáneo.
El todo, nacido de la nada misma.
Tu aparición fue darme cuenta que estabas al lado mío, o que me hablabas. Porque cuando giré, supe que eras un Iluminarias. Lo supe porque lo sentí. No hay fundamento más.
A penas te ví, me heriste la vista. Tanteé tus rizos desprolijos y tiré de un rayo. Te fui deshilachando el espíritu, sorbí tus nervios cubiertos con miel, por eso tu dulzura. Y me empalagué con tu histeria.
De escribirte, me marearía, serían las palabras circunvoluciones incompletas, interconexiones erróneas. Nunca podría decirte nada simple.
En cambio, todo lo que sucede cuando nos encontramos es simple. Como la vez que me preguntaste en el subte, si sabía leer eso, y qué decía. Y yo te miré, sin poder evitarlo te sonreí y dije que algo del botón que estaba adentro de la caja, que hay que abrir. Y vos me respondiste que seguramente diría algo así. Y nunca me interpretaste, era tan simple lo que te estaba queriendo decir. Tan simple que no lo podía decir así.
Era tan simple lo que te estaba queriendo.
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