Si había algo, todavía más deprimente que un
lunes, era, la nueva mala noticia: Los días lunes, se declara nacionalmente
que están prohibido los niños en las plazas.
Era un horror, una descuartización de los
sueños.
El presidente anterior, que era algo torpe, lo
último que hizo antes de morir, fue pisar una calecita. Estaban inaugurando una
nueva plaza, la calesita estaba diez puntos, muchos colores, luces, muchos
caballos de esos que suben y bajan, además habían unicornios y pegasos,
hermosos. Bueno, más que pisar una calesita, fue pisar unos pochoclos que algún
niño derramó unos minutos antes. Al bajar del pegaso blanco, el presidente pisó
el charco de pochoclos, se cayó al piso y murió. Por eso declararon esa ley
nefasta.
Muchos niños se acostaban el domingo tristes,
y despertaban en un lunes amargo. Desayunaban chocolatada, cada vez más
concentrada, le agregaban azúcar, pero ni así había forma de cambiarle el sabor
al primer día de la semana.
Esa era la peor penitencia del mundo.
Porque no era que las plazas se cerraban, o
desaparecían. No, las plazas que son el pulmón de la ciudad, estaban donde
siempre. Sólo que los niños tenían prohibido su entrada. Sólo los adultos con
ganas de llorar podían entrar. Entonces uno pasaba por la cuadra y era una
especie de tortura, se escuchaba el llanto de fondo, y los pasos por allí se
hacían más pesados. Además se consideraba que las palomas que ululaban, no
estaban tristes, por lo que también tenían prohibido su entrada. Los parque
tenían un cuidador de alegría; todo aquel que no lloraba, o en el caso de las
palomas, ululaban, eran echados del parque, por el cuidador. Así que cada
tanto, entre los llantos se escuchaba algún que otro grito. Y por supuesto, el
cuidador no lloraba, porque era demasiado agotador, simplemente miraba el piso,
se resonaba la nariz cada tanto y se tocaba los ojos. Llegando el anochecer, si
lloraba de verdad, pero de cansancio.
Era como mostrarle un dulce a un niño que no
lo puede obtener.
Por eso, los niños, en grupitos, en la vereda,
en las reuniones familiares, en el cole... por todos lados, se revelaron.
Comenzaron a levantarse contra la medida, y traían una contrapropuesta bajo las
alitas. Todos los lunes, le compraban al pochoclero (que ese día no trabajaba
en la plaza) globos, muchos globos, inflados y para inflar. De colores y con
diversas formas. Y entre todos, comenzaban a rodear la plaza y a reventar los
globos: Plaf, plaf, plaf... muchas explosiones por todos lados, que generaban
la misma risa de ellos, y el arma secreta; inflar un globo y luego desinflarlo
sosteniendo el ombliguito generaba un ruido (prrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr) que
hacía estallar en cadena y en cascada la risa de todos ellos. Tanto que
contagiaba los adultos que oscurecían las plazas con sus lágrimas.
Al poco tiempo, la gente dentro de las plazas
no pudieron contener la risa, ni siquiera el cuidador de alegría, por lo que poco
a poco quedaron desiertas. La medida no se levantó, pero todos los lunes la
gente (ya no sólo los niños) iban a rodear la plaza y a jugar con la tristeza.