lunes, septiembre 02, 2013

Corazón de las cosas.


Hacía unos años se había comprado una ventana grande, con barrotes rojos, hermosa. Le había puesto unas cortinas de tul, blancas para dejar siempre el paso libre al sol.
Le encantaba mirar por allí, apoyar la mano sobre el cristal y hacer dibujitos. Le gustaba sobretodo, los días de lluvia sobre el campo de girasoles, la luna borrosa de la miopía y la blancura segadora de la Sibieria salvaje.
Así de mágica y encantadora... al pasar los días se había enamorado de un pasajero... Un muchacho de piel blanca, venas azules y ojos oliva. Lo veía ir y venir, subirse al tren, pasar con la moto con una campera de cuero negra, salir de la fábrica con una bufanda azul, tomarse un café... veía el humo que salía de él.
Siempre, lo apreciaba desde lejos. 
Nunca de animó siquiera a abrir la ventana. A sentir el aire fresco, el tibio sol. No conocía el olor a lluvia de ese lado. Nunca, nunca. Nunca una rayuela, ni cielo, ni tierra. Ni siquiera cuando las puertas del tren se abrieron justo en frente de la ventana roja, mientras él le sonreía. Nunca se decidió a hablarle, a conocerle la voz. Nunca experimentó asomar la cabeza y gritar fuerte. 
Y es así... cuando las ventanas están cerradas, no entra ni sale el aire. Hay otras gentes que abren las ventanas, y al primer panadero que pasa volando, se tiran de cabeza, ignorando dulcemente que están yendo al corazón de las cosas. 

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