lunes, junio 08, 2015

La roca.

La tristeza infinita... en un vagón. La amargura, la bronca, el odio. La tristeza por todas partes, en el frío que come los huesos, en la niebla que no deja ver y en la humedad que empaña los vidrios y cae, como lágrimas negras por las paredes... por todos lados.
Los cuerpos, juntos, de los compañeros, inmóviles, como en un campo de batalla. Sombras pasajeras que desean escurrirse, y seguir su camino. Espíritus deprimidos, comprimidos, empujados. Que se quejan, se quejan, se quejan... resoplan, putean, intentan algo mejor... pero no... se quejan, se quejan, se quejan... y cuando ya no se quejan; el silencio helado, las miradas lacerantes. Sopla muy poco, un viento de resignación, pero después la lucha, por el aire, por el cuerpo, por el espacio, por avanzar. Y los espíritus pesados y con pena se materializan, se mezclan, se integran, en la boca los cabellos, en la espina dorsal un codo, en la parte posterior un miembro, donde llega la nariz una axila, donde dobla la cabeza, un brazo cruzando con la desesperación de la última migaja de pan: la bendita argolla. Pues algunos ignoran que en estas circunstancias extremas, ya se han transformado una gran masa que se contiene a sí misma y es difícil poder separar ya sus componentes. Pierden la individualidad.
Permanecer, yacer, estar, quedar, parecer, semejar... somos instantes eternos. El tiempo pasa y a la vez no pasa nada. Si al menos fuesen los verbos copulativos tan simpáticos como su etiqueta...
La congoja adentro y afuera. Que se retiene pero sale, inevitablemente. Se comparte en voz alta, que es la voz de todos. Y se comparte en silencio, que es el pensamiento de todos.
Y los niños que consiguen espacio piden la locomotora, y los que no, dios los guarde, que no chillen porque ellos dicen la verdad. Y ahora la verdad duele. Y a ellos les duele, les duele los cuerpitos apretados. Y los niños silenciosos que consiguen dormir, que sueñen, ojalá que sueñen lindo. Y los que aún están en los vientres, cuidado, cuidarlos, y por favor, que no nazcan con esta tristeza.
Llanto de los cielos, llanto del suelo, llanto de las vías, llanto de las rocas.
Y todo este gran humo negro rodeándolos, asfixiándolos, quebrándolos. Tirándolos para abajo. Este gran humo tóxico de amargura que se traslada y se contagia.
Y también afuera es la lucha de permanecer, de ser. De no ser sólo visible con la tecnología. La pútrida comunicación estéril y frígida que se viraliza con la desvirtuada libertad de decir cualquier pelotudez por un momento de calentura y después el olvido.
Pido disculpas por caminar al lado tuyo, y que no veas, y que me choques. Lamento que tengamos que compartir el aire.
El domador de monstruos lo lleva cada uno adentro. Es el límite y el respeto cultivado, a pesar de las heridas. La barrera para que la avalancha de la violencia no nos arrastre.
Por suerte es el paro que podemos controlar nosotros. Ponernos un freno nosotros mismos, la máxima expresión de poder.
Respirar, contar hasta tres. Paciencia, no abandonarse ni perder las esperanzas.
Puede que no sea éste el indicado, hay que saber también dejar pasar el tren. Quizá en el próximo haya subido el amor.

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