domingo, julio 19, 2009
miércoles, julio 15, 2009
Sobre guerras.
Arrasaba, como una gran ola, pero mucho peor, porque estaba todo planificado. Era una estrategia.
Como la marea que va comiendo poco a poco parte de la costa. El mar éste, violento, arrancaba pedazos de tierra. Todo se llevaba. El dinero, las joyas, las donaciones, la caridad... la voluntad de las personas que desde su lugar luchaban por su tierra fuera del campo de batalla. Las cartas, el aliento, los miedos, los pensamientos libres... las aventuras cotidianas y las desventuras del infierno. La esperanza. Devoraba cada pedazo verde abriendo fuego. El futuro.
El valor de lo común, en tiempos de desesperación, es realmente un lujo.
Los que estudian en el oficio que jura defender la patria hasta la muerte, reúnen valientes.
Pero la ira también arrasa con las almas.
Entonces una simple luciérnaga en la noche es suficiente para encender la llama de la esperanza.
La van a buscar. Al campo, donde se curte la piel bajo el tirano sol, para alimentar a su familia, y para salir adelante con su país. Sobretodo por la primera. La segunda se había olvidado que existía.
De pronto en la quietud de la noche, mientras los grillos entonan y el mar choca contra las rocas, unos golpecito en la puerta, interrumpen el descanso.
El ejército lo llama a defendera su bandera.
Cierra los ojos unos segundos, mientras intenta respirar. Los abre y mira su campo vacío, pues todas sus cosechas fueron donadas para alimentar a los soldados. Piensa... es la única herencia para sus hijos. La nada misma. El volver a empezar.
Inventa rápido un gesto de falso orgullo y agradece la invitación.
La batalla lo espera... se respira el pesimismo. Él lo lleva en los pulmones. Cava la trinchera, donde se esconderá y protegerá. La trinchera donde muchos morirán. Cavan su propia tumba.
Cavan... la tumba de las luciérnagas.
Es el honor de proteger hasta el más minimo pedazo de tierra, por más que su suelo sea infértil o arcilloso. Basta con que sea su país y sobre su cielo flamee su bandera. Y a ella defenderla hasta las últimas consecuencias, gritando patria o muerte, de éste lado, o aceptar la derrota, con toda la valentía que ello implica, levantar los brazos y gritar banzai, del otro.
Como la marea que va comiendo poco a poco parte de la costa. El mar éste, violento, arrancaba pedazos de tierra. Todo se llevaba. El dinero, las joyas, las donaciones, la caridad... la voluntad de las personas que desde su lugar luchaban por su tierra fuera del campo de batalla. Las cartas, el aliento, los miedos, los pensamientos libres... las aventuras cotidianas y las desventuras del infierno. La esperanza. Devoraba cada pedazo verde abriendo fuego. El futuro.
El valor de lo común, en tiempos de desesperación, es realmente un lujo.
Los que estudian en el oficio que jura defender la patria hasta la muerte, reúnen valientes.
Pero la ira también arrasa con las almas.
Entonces una simple luciérnaga en la noche es suficiente para encender la llama de la esperanza.
La van a buscar. Al campo, donde se curte la piel bajo el tirano sol, para alimentar a su familia, y para salir adelante con su país. Sobretodo por la primera. La segunda se había olvidado que existía.
De pronto en la quietud de la noche, mientras los grillos entonan y el mar choca contra las rocas, unos golpecito en la puerta, interrumpen el descanso.
El ejército lo llama a defendera su bandera.
Cierra los ojos unos segundos, mientras intenta respirar. Los abre y mira su campo vacío, pues todas sus cosechas fueron donadas para alimentar a los soldados. Piensa... es la única herencia para sus hijos. La nada misma. El volver a empezar.
Inventa rápido un gesto de falso orgullo y agradece la invitación.
La batalla lo espera... se respira el pesimismo. Él lo lleva en los pulmones. Cava la trinchera, donde se esconderá y protegerá. La trinchera donde muchos morirán. Cavan su propia tumba.
Cavan... la tumba de las luciérnagas.
Es el honor de proteger hasta el más minimo pedazo de tierra, por más que su suelo sea infértil o arcilloso. Basta con que sea su país y sobre su cielo flamee su bandera. Y a ella defenderla hasta las últimas consecuencias, gritando patria o muerte, de éste lado, o aceptar la derrota, con toda la valentía que ello implica, levantar los brazos y gritar banzai, del otro.
Sobre guerrillas.
Viajaba hacia Buenos Aires por la 29.
El sol se había escondido hace rato, interrumpiendo mi lectura.
Entonces no hay mucho para hacer, cuatro mates y las ansias de llegar estimulan la vejiga.
Tarareo unas canciones mientras miro por la ventana. El paisaje, está todo oscuro, solo se destacan sobre el manto azul intenso, ellas, que brillan potentemente. Tan hermosas que hasta causan tristeza.
Luego, medito... sobre ellas, más bien, en los astros que aquí brillaron, tanto, tanto, que aún su luz consigue iluminar más cabezas.
Tantos mitos, tantas leyendas, tantos cuentos, se inventaron. Tan lejanas y tan deseadas. Tan puras aún y misteriosas.
Se me ocurre que quizá, esa estrella de cinco puntas, en la boina de un grande es una de las más admiradas en la historia.
Es la bandera de muchos pueblos, que aún se alimentan de las frases del médico.
Tuvo un sueño... grande, enorme... siempre con los pies y a veces hasta con el cuerpo en la tierra, luchó por él... por ese sueño que su alma le demandaba y lo hacóa volar. Porque sabía que la única maneza de frenar su espíritu eran las balas. Como el final de los pájaros, que vuelan por sus cielos, respirando libertad.
Él gritó. Gritó bajo el mismo cielo que hoy no distingo de la tierra. El cielo, que es el mismo acá, en china, en india y en áfrica.
Germinó en muchos la idea de libertad y progreso. Inspiró deseos de independencia. Crecer.
Vio brillar a los pueblos, vio caer meteoritos.
Hoy en muchas partes del mundo, cada día renacen focos, de su espíritu en brasas.
Símbolo de lucha.
Aún hay quienes creen.
jueves, julio 02, 2009
Kazuchan
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