Los regulares llevan una vida común y corriente, son conocidos entre ellos y todos los conocen. Van en fila indio, todos por la misma vía, y ninguno se destaca.
Los irregulares, en cambio, nacen imperfectos. Nacen distintos, marcados. Nacen de sentados, con los astros cruzados y con lluvia de meteoritos. Son… difíciles de aprender. Y no es fácil quererlos.
Irregular, nadie quiere ser irregular, todavía sigue viva la idea de la perfección en lo simétrico, como frías esculturas de mármol.
Las mujeres toman pastillas para dejar de ser irregulares.
¡Explícate, tú palabra, que vienes a decirnos cuánto vale la belleza que se percibe, si puedes! ¡Explícanos las lágrimas y las risas! ¡Explícanos el ahogo!
Llegado el momento, uno se pone a pensar en las ideas encasilladas y se torna fastidioso. Luego no se puede evitar y se acepta de nuevo la realidad. Y luego, le vuelve a fastidiar. Es un círculo histérico una vez que se despierta. Eso… de cuánto de lo que quiero decir entra en las palabras, pero a la vez la contrapartida; Cuánto dice una sola palabra en distintos receptores. Hay palabras que laten solas.
¿Cuán perfecto puede ser un verbo del pasado subjuntivo? Un tiempo deprimente y amargo, que hace llorar. Lamentable. Hay que dejar de usarlo. ¿Para qué? ¡Para qué! Si alguien pudiera –ni ahí eh!- meterle algún fin útil… pues no lo tiene. ¡Sí que hubieras querido Pluscuán! Sufrido. Podrido. Y maricón. Basta de leer esos hechos que nunca fueron; un absurdo. Al suelo.
Perfecta en cambio, es la actitud del momento. Reflexionar el volumen minuto de cada bombeo del corazón mientras funcione. Mientras se pueda respirar, mientras se pueda ver el paisaje por la ventana. Mientras se pueda conmover por el dolor ajeno. Y así, ir conjugando lo que se está viviendo, y no lo que se deja de vivir.
Ir caminando paso a paso el regalo, tratándo de alcanzar el futuro ideal –rojo y barbudo-. Que después de todo, es él el que tira padelante.
A veces… la masacre de los tiempos verbales, cuando se convierten en acción, suele ser maravillosa.