viernes, enero 04, 2013

susurros de Okinawa.



Pero algo en seguro, y es que conozco más que nadie
a este cielo que
tanto en los momentos tristes como en los alegres
tantas veces miré hacia arriba...
Hay cosas que en los libros no están escritas.
Hay algo muy preciado aquí seguramente,
Y eso es el tesoro del isleño. 
Shimanchu nu takara. Begin. 


Los pies descalzos, jóvenes y fuertes, sobre la arena blanca y estrellada, se despiden al fin del agua transparente y cálida. De ese mar de ensueño que va borrando sus huellas con olas bajitas y calmas. 
Y lucho conmigo misma por imaginar ese lugar -del que no tengo recuerdos- con lo más hermoso que puedo crear, y sé que no voy a lograrlo, pero eso poco importa ahora porque la sensación de pureza y paz... es como si estuviese allí. Como si no hubiese otro lugar en el mundo donde uno pudiera sentirse así de pleno. 
Y a veces dudo... dudo de las criaturas marinas, de las flores enormes y rojas de vida. Dudo del aire cálido y el latir de los tambores. Dudo de la gracia que tienen esas mujeres al bailar esos pasos tan sencillos que transforman sus manos en aves. Dudo de que todo sea realmente así. Dudo de la orilla cercana, porque el paisaje a lo lejos es tan infinito e indescifrable que duele de belleza. Y de nostalgia. 
Y dudo, en mis propios pensamientos de verme allí. Porque la realidad es distinta de este lado. Siempre es distinta y cruda. La distancia; kilómetros de realidad en caída libre. 
Sonrío porque sé que ahora estás acompañado por ese mítico ángel que se llama oba. Que tiene mis huesos y mi piel blanca, mis silencios y mi ternura. Mi esencia y mis broncas. El nombre de mis verdades y el recuerdo ténue de mi infancia a los que me aferro con todo lo que no tengo y lo que soy. 
Ahí están otra vez los dos, donde todos mis pensamientos se hacen uno. En esa perla bruta que brilla en el centro del collar que va desde Taiwán hasta la imperial isla de Kyushu. Ese cordón en el horizonte donde muchos tendemos los sueños al sol. 
Hoy te prendo un sahumerio y dejo una taza de té al lado de tu foto.  Me preparo para la despedida. 
Te voy a buscar al negocio con unos pejerreyes fritos para que comas en tu descanso. Sudás de calor. La caldera no deja de echar vapor. El techo de la tintorería está negro. Te miro, como toda la vida te vi planchar las prendas de los clientes, mientras le salían cada vez más arrugas a tu rostro. 
Mientras tomamos té, te pergunto cómo se dice arteria y vena en japonés. No sé por qué se me ocurrió semejante cosa. Quizá pensé que podría servirme en un futuro para alguna profesión. Lo cierto es que comprendí mucho tiempo después, que esa relación era la que nos unía. Por más que mi espíritu tire con fervor hacia otros vientos, lo que corre por mi sangre no lo puedo negar. Ahí, está la historia de mis abuelos por muy lejano que sea su origen. Y tarde o temprano eso se vuelca en mi corazón, una y otra vez. 
Después del descanso, hacemos el último trabajo: entregar las prendas. Caminamos lento y sin prisa. Los vecinos nos saludan al pasar, y te tengo que soplar los nombres. Claro, porque para vos Doña Rosa es Garay 510, y el griego Mavrakis es Iberlucea 210, y Don Cavaleiro el grandote siempre fue Rosales 478. Y comprendo que fuera del mostrador el mundo vuelve a comenzar (como tantas veces lo afrontaste) para vos, cuando me susurrás que en la calle la gente es tan rara. 
Jota Pé Shinzato. 

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