Camila se había enamorado, eso lo sabía, sí. Pero después de recibir tantas negativas, decidió que podía convencerse en dejar de amarlo, y esa era la estúpida razón por la cual sabía que estaba enamorada.
Ella era la noche. La marea dentro suyo, avanzaba comiéndose cada vez más las costas de sus miedos. Su ilusión navega en velero dentro de sus venas con ovejitas. Resiste, sin naufragar.
Buscaba el origen, para poder darle fin. Y recordó; iba por la ruta cuando así como si nada aparecieron las luces enfrente. Justo en frente. Luces potentes como rayos. Colisión, y luego, pedazos de materia volando… como esparciéndose por el espacio. Se sentió morir, el día que le vio los ojos, al iluminaria. Los rayos la traspasaron, y vio cómo el cielo se despejaba y comenzó a sentirse todopoderosa y potencialmente mortal.
Maravilloso y espontáneo. Segunda ley de la termodinámica; cumplida.
Desde ese momento, todo se volvió un gran quilombo.
En la hora perfecta, la del crepúsculo, el encuentro fortuito entre ellos.
Sin saber entonces que los minutos del principio y el fin quedarían
impresos en los surcos del cerebro, bajo los símbolos poéticos de la retorcida
relación denominada amistad. Sólo eso. ¿Sólo?
Así había empezado, y resolvió, que había sido amor a primera vista. Bello.
Y cada vez que lo veía, era el eclipse. Sus pupilas se dilataban como lunas enormes, de esas que ocupan todo el cielo, paradógicamente, para absorber toda su luz.
Ese era su estado, se intoxicaba cada vez que lo veía. Y contra eso había un sólo remedio.
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