lunes, abril 11, 2016

El pueblo y Las Ovejas.


"...Llenar de amor mi sangre 
y si reviento 
Que se esparza en el viento 
el amor que llevo adentro 
Esa es mi revolución." 

Cuatro pesos de propina.

Ser viento por un momento. Eso pensaba. Allá, de a ratos corría un aire fuerte. Y si me encontraba caminando, me gustaba abrir los brazos y cerrar los ojos. Era un acto, simbolismo de libertad. Pero instintivo. Quería ser ave... o me pensaba ave... porque ya estaba volando... entre cerros, ríos y cielos intensos. 
Hay que moverse. 
Para que corra la sangre, para que circule la vida, hay que moverse. Y hacer el cambio. 
Quieto, el mundo pasa por nuestra vista. En mí país hay tantos pueblos, tonadas y colores. Y en los pueblos hay tantos mundos que uno termina por descubrir un universo nuevo dentro y fuera de sí. 
Mi hermano estudia una Ingeniería y ayer estaba repasando porque hoy rendía estadísticas. Me leyó un problema en voz alta "Hay tres puertas, detrás de una hay un auto. Vos elegís la del medio. Abren la última y está vacía- ¿Qué hacés? ¿Te quedás en la misma o te cambiás?" "Y no... me quedo en la misma - le dije- porque si uno la eligió es por algo así que debe seguir la corazonada". Claramente nunca tuve una materia así y ni sabía que ante estas situaciones un cálculo matemático soluciona las cosas. Por algo así me va en la vida. La respuesta correcta era cambiar de puerta. 
Cuestión que yo seguí mi corazonada y llegué a Chos Malal (de mis amores) y de ahí a Las Ovejas (mundo mágico) y fue así que un caluroso sábado de Febrero estaba parada a la salida del pueblo, con la ruta enfrentándome con su rusticidad. Con su naturaleza cruda. Ella, poderosa, salvaje y extensa frente a un enano de ciudad de metro y medio con su mochila violeta de gordita exploradora. 
Pero yo estaba decidida.
Los primeros metros fueron livianos, rectos. Con su camino de ripio, pero sin lomadas. Mis tobillos vacilaban si se topaban con alguna piedra, mis ideas no. 
Por suerte las nubes también habían salido a pasear, así que me cuidaban del sol directo sobre mi cabeza. De todas maneras, el calor era insoportable, mi saquito quedó colgado de un lado de la mochila. Saludé a una persona mayor que estaba recolectando algunos yuyos con la figura de San Sebastián en la bolsa. Era la única que me crucé que andaba a pata. 
Después, los primeros kilómetros se hicieron pesados. Entre curvas, subidas, bajadas, esquivar autos y más calor, mi cuerpo empezó a sufrir un poco. Sentía que la espalda se me partía pese a que casi no llevaba peso. Quizá era la felicidad que me pesaba, si es que tiene ese pesar. El paisaje me embelesaba... la tierra y los cerros áridos, el viento que no pide permiso, y los árboles, lo verde cercano al río. Dos cuerpitos de animales soñando a mi derecha, un manzano al lado de un ciruelo, dos santuarios de San Sebastián unos pasos más adelante, el desvío. Y la ruta que sigue. 
A lo lejos,  creo reconocer una arbolada próxima a los Sauces. 
Por reflejo intento manotear mi saquito y no lo encuentro. Entonces detengo mi marcha y busco en la mochila deseando que esté ahí. Pienso, mientras pasan los autos y creo saber más o menos dónde pudo haber caído cuando mi espalda comenzaba a doler y mi cuerpo hacía movimientos extraños. Entonces empiezo a dudar; si volver por el abrigo (al que le tenía cariño) o seguir hasta mi meta. Volver sería casi duplicar todos mis pasos... y en ese momento ya tenía un andar cansado y lento. Y el cuerpo algo destrozado. Resolví volver a buscarlo, sabiendo que quizá no lo encontraría allí. Sabiendo que así era el doble de esfuerzo, el doble de fatiga. Seguí mi instinto. Retrocedí cuatro kilómetros de sol, sed y dolor esquelético pero el saquito estaba ahí esperandome. Justo donde había caído, donde lo había dejado. (A las semanas me pasó lo mismo con un buzo en Buenos Aires, a tres cuadras de casa. Por supuesto que ya no estaba. Ni la medallita de la virgen que dormitaba en mi escote permaneció en su lugar.) Me sonrió el corazón lo que mi masa corporal no pudo. Lo guardé en la mochila y reanudé la marcha. 
La naturaleza además de ser sabia sabe ser encantadora. Mi organismo revivió con una ciruela que arranqué de la ruta. Y el milagro nacía como un chorrito fino pero constante de una vertiente. En una de las curvas, en medio de la nada, en medio de la ruta estrategicamente en el lugar exacto para revivir almas. Después al llegar nuevamente a la gruta de San Sebastián me senté un rato para recargar energías y continuar el viaje.
Era el trayecto ya conocido, volver a caminar sobre mis pasos. Ya a lo lejos podía divisar unos árboles y yo rogaba que fuesen los sauces. 
Una camioneta frenó delante mio y una señora rubia, de trenzas, anteojos y sonrisa amable me preguntó "¿Te llevamos?" Bueno contesté mientras caminaba hacia ellos me preguntaba si estaba haciendo lo correcto. En vidrio de atrás del vehículo decía algo de Jesús y eso me dejó mas tranquila. Nos acomodamos cuatro personas en la parte de adelante. Me preguntaron a dónde iba, ellos para Andacollo. "Ah, los sauces... es acá nomás... ¿ahí donde van todos?" preguntó "si, pero no es una playita" murmuraba la hija. Era verdad, yo me expresé mal, no era un playita. "Pero si, debe ser acá". Fueron sólo algunos metros, pero les agradecí el viaje y la hospitalidad. 
Antes, había frenado unos metros por delante, un joven en moto. Y se quedó esperando. Yo que soy medio torpe pensé que esperaba a alguien, pero ahí en medio de la ruta ni los chivos ni las ovejas pasan en verano. Cuando lo alcancé lo saludé, me devolvió el saludo y seguí caminando. 
Y de eso se trata la vida. De caminar y seguir adelante. Y seguir, y seguir, y seguir el corazón. Y si se retrocede, continuar con el sueño hasta llegar. Por más subidas y bajadas, seguir. Y disfrutar de la naturaleza y agradecerle. Y conocer gente nueva, y subirse a su bondad o dejarla pasar. Y así llegar al paraíso. 
Recompensa, lo que tarda en llegar.
La gloria; descalzarme, meterme hasta las rodillas con el agua fría y transparente. Sacarme la remera, quemarme con el sol. Beber del río, acostarme sobre la arenilla. Comer un durazno de agua que Marga le sacó a la vecina. Cerrar los ojos, soñar despierta y escuchar la corriente y cantar los Huayras. Yo y mi lugar. Yo y ese sueño. Mundos dentro de mundos. 
Las penas y las ovejas se van por distintas sendas. 

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