(foto de Gaby Herbstein)
Si me pedís cincuenta gramos de cedrón, me pongo contenta. No sé qué gusto tendrá el cedrón, pero sé que tiene un olor frutal riquísimo. Un cítrico profundo que sabe cómo atravesar la cribosa para removerte el cerebro. Y a mí me vuelve loca.
Me lo imagino, vivo, líder en el sur, creciendo como un yuyo salvaje, sin depender de nadie. Quebrándose algunas veces, bajo la tortura del sol y la sequía, rezándole a la lluvia… cantando al viento, cuando eso sucede, en un gran coro, con cada una de sus hojas verdes y los agudos de las florcitas blancas.
Cuando alguien consume su fin, sus restos devuelven la sensación de bienestar. Por el espíritu que persiste, su esencia única, después de morir y secarse, rehidratarse y trascender, y reencarnarse. Por manifestarse así, pareciera que tuviera una boina verde con una estrella, en la cabeza.
De poder plantar corazones, hubiese hecho infusiones. Aunque no estoy segura de que el mío conservara su carácter.
Hoy que me siento rara, si dentro mío hay una revolución; disculpame, no puedo saborear tu té como me imagino que quisiera.
Pero a pesar la debilidad de la cerámica y la incapacidad de nuestras manos, esta noche te velé el sueño, y ahora te preparo el café más suave que pueda hacer.
¿Quién dijo que todo está perdido?
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