Mario le prometió una estrella, entonces los dos treparon el árbol que eligieron de la cuadra.
No era ni el más grueso, ni el más sabio, ni el más gruñón. Era uno mediano, con algunas arrugas producto de sus humores, y ramitas más bien rectas. Todas apuntando al cielo. Una mezcla de verde milico, verde selva, verde musgo, verde seco y verdín. Ah, y un poco de marrones también.
Les había caído simpático, más que nada a Aldana, que le tenía confianza.
Comenzaron a subir, al mismo tiempo, el cielo se iba nublando. Cuando llegaron bastante alto, se miraron los rostros agotados.
Mario le dijo que las nubes estaban bajas y hasta las podían tocar. Que si quería, podría revolverlas un poco y ver qué encontraba, porque no sabía por donde estaría la luna, ni las tres marías, ni el satélite de Benetnash.
Aldana le sonrió y propuso una siesta: para cuando despertaran el cielo seguro estaría despejado y podrían saltar hasta atrapar aquella estrella que más le gustase.
Las palomas tensaron las cuerdas y comenzaron a cantar un tema de Calamaro cuando Mario cerró los ojos.
Al despertar, su cabeza reposaba sobre el pecho de Aldana. Podía escuchar sus latidos retumbando contra los huesos, y ese ritmo, lo recordaba de algún lado… como una melodía imborrable.
Aquel árbol, no estaba afuera. Y sus ramas no eran ni verdes, ni marrones, sino azules y rojas. Y en aquella almohada, Mario había anidado ese sueño para ella.
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