martes, abril 03, 2012

Las bolas del soñador.

Entonces, la carretera. Kilómetro ochenta y siete… nada.
El día de pronto, se vistió de noche, y el camino a penas se vislumbraba.
Aburrido. Nada por aquí, nada por allá. Ya ni las vacas se ven, ni la luz mala, ni la buena.
Y un tremendo camión de la serenísima adelante, obligándome a ir despacio. Y como soy cauta espero, hasta que me canso, y decido pasarlo. Aprieto el acelerador y la vida se vuelve divertida con un poco de velocidad. Y así como si nada aparecen las luces enfrente. Justo en frente. Luces potentes como rayos. Colisión, y luego, pedazos de materia volando… como esparciéndose por el espacio. Morí.
Así el día que te vi los ojos, iluminaria. Los rayos me traspasaron, y vi cómo el cielo se despejaba y comencé a sentirme todopoderosa y potencialmente mortal.
Maravilloso y espontáneo. Segunda ley de la termodinámica; cumplida. Desde ese momento, todo se volvió un gran quilombo.
En la hora perfecta, la del crepúsculo, el encuentro fortuito entre nos.
Sin saber entonces que los minutos del principio y el fin quedarían impresos en los surcos del cerebro, bajo los símbolos poéticos de la retorcida relación denominada amistad. Sólo eso. ¿Sólo?
Habíamos destrozado la armonía con la que viajábamos juntos, riéndonos con el corazón. 
Sí, habíamos hecho trizas eso que formábamos juntos. No sé, ¿qué formábamos? un universo paralelo para mí. 
(Si)Te partías en pedacitos, cuándo no, y yo elegía los más lindos para mí. (Si)Te arrancaba la boca con un beso, y a veces, te arrancaba un beso con el alma.
Y después lo arruinamos, como la lluvia y el barro en un zapato. Todo lo manchamos.
Tenía mi corazón, los auriculares con la canción de jazz, el disco. De golpe, el silencio. Y el órgano comenzó a llorar. Venía de adentro la soledad.
Añicos de mí. Para volver a empezar hubo que barrer mis restos, y bajo alguna canción de Freddie Mercury, reinventarme. No así, mejor dicho, valorarme. Renacer, pero otra vez como yo, como lo que soy. Cuentas por minutos de mis valiosas células chocando con violencia, rompiendo el contador de centelleo. Haciéndolo mierda.
Ocho minutos. Ocho o diez minutos (podría una versión larga de la rapsodia), si es el tiempo que nos regala la luz después de la sentencia, cuando el sol, iluminaria, se apague. O lo que es lo mismo, vos me apagues cuando deje de verte. 
Eso fue la última vez que te ví, tu luz en mis pupilas por ocho minutos, y después… nada. Oscuridad, y a volver a empezar. 

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