Ahí estaba, el fruto de la dedicación de mi abuelo, a pesar de su úlcera en el tobillo, es caminar hasta su pequeño espacio y regarlos, o sólo verlos.
Un fruto o verdura, no sé todavía, de aspecto nada motivador para comerlo, y de un gusto amargo como el aloe.
La fachada de lo silvestre. Son ojas grandes y verdes que necesitan trepar y crecer. De esa locura, salen, a veces, unos rulos finísimos verdecitos con una flor simple, amarilla de 5 pétalos en su estremo libre. Y de esa flor, que con suerte es polinizada nace el famoso verrugón, el goya, de quien estamos hablando.
El orgullo de okinawa, su comida típica.
Salteadito con tofu, o con verduras en su defecto, un par de palitos, arroz para acompañar, y directo a la boca. No sé si decir que es rico, sólo puedo afirmar que me gusta comerlo.
Y en parte lo maravilloso... de algo que crece tan lejos de donde nació.
Por supuesto, el gusto, el sabor... los recurdos, la costumbre perdida, hace que sea mucho más valioso para mi abuelo.
Una extrañeza... parte de la historia de mi sangre que crece en mi tierra y que yo abono con yerba lavada.
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