Iba descalza, caminando sobre la costa atlántica, justo en la punta de la panza de Buenos Aires, con el viento sur, volándole los cabellos y zumbándole los oídos.
Con los pies hundidos en la arena oscura y húmeda de la lengua de la orilla.
Mirando de a ratos el impetuoso sol, que se abría entre las nubes, dorado. Una de las pocas veces que se animaba a ver el sol, a hacerle frente. Miraba más hacia arriba, que hacia el costado; donde trataba de descifrar en cuantas variantes de azul se dividía el mar. Miraba porque tenía gafas… así les decían los muchachos de Senegal que las vendían en todos lados por veinte pesos.
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