Mi historia clínica hizo que cada vez que alguien me llame por la calle, no me de por aludida, por mas que sepa que el saludo va dirigido a mí. Esto es así por dos motivos básicos; el primero tiene que ver con mi vista corta, por mucho que mire a lo lejos nunca logro ver figura nítida alguna. El segundo tiene que ver con el acoso callejero rutinario en el cual estoy sumida, por portación de cara y la idiosincrasia de la gastada criolla.
Todo este prólogo para decir, que era un Martes caluroso, a la hora de la siesta en la tarde de Zapala. Yo ya estaba volviendo a casa cansada y aplastada por los rayos del sol. Misteriosamente el viento no soplaba.
Crucé en diagonal Doña Paca, debe ser por el calor que a esa hora estaba casi vacía, cuando escucho un *Doctora*
Por todo lo que escribí anteriormente, y porque ojalá siempre sea algo más que *doctora*, no me di vuelta en seguida. Por más que me haga la boluda, sabía que era para mí. Pero todavía no reconozco a toda la gente. Mi cara en cambio es más fácil de distinguir.
Seguí caminando y después de pasar por entre los pocos que habían en la plaza, me doy vuelta.
*Doctora* Dice R que viene a mi encuentro, y sorpresivamente me abraza. Estaba con el hijo.
*Hola, ¿como anda?*
*Bien doctora, sabe que por suerte se me fue el dolor, tomando tramadol y rompepiedra creo que la piedra se expulso* Dijo con su tono venezolano, mientras por dentro amé que haya tomado rompepiedra aunque no se lo haya recetado.
R llegó a una guardia donde lo atendí con mucho dolor. Me dijo que tenía dolor en la zona lumbar, estaba partido, y que irradiaba hacia los genitales.
Mientras me explicaba su dolor, las características, los antecedentes, entre gestos de dolor, me contó que hacía un mes había escapado de su tierra. Que había llegado acá con su familia sin conocer a nadie. Que una señora muy amable que compartía sus creencias había sido muy buena con ellos en la acogida. Y que le dolía mucho, doctora, que si no hay algo para que calme este dolor. Que no sabe como duele, y más cuando uno está lejos de su madre.
Me dijo entre lágrimas.
CIE 10, cólico renal. Escribiría luego.
Me contó después por donde vivía, me preguntó si volvía de la guardia.
Con otra cara, ya sonreía.
Se despidió de mí y me volvió a abrazar. Ya no era una sorpresa para mí, era un regalo.
Cruzando las vía por donde ya no pasa el tren, para volver a casa me di cuenta que el diagnostico estaba errado. A R no le dolían los riñones... le dolía su madre, le dolía su país.
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